domingo, 21 de junio de 2009

Clase XL Relato: Alcoba con vistas al Jardín



Erase una vez...

Propuesta de la semana:

Nuevamente, vamos a intentar la creación de un escenario, pero en esta ocasión procuraremos que aquel salón añoso, aquel barrio popular, aquel palacio decimonónico, aquella casa de nuestra ficción represente algo más que el lugar: representará también una época, una situación social, un momento determinado.


Alcoba con vistas al Jardín © Loli Pérez González


Reza un refrán sobre las mujeres de mi pueblo: «Que la que no es puta, es coja».
Por aquel entonces yo no era puta ni coja. Caminaba hacia aquel Jardín, donde las mujeres de mi pueblo pasaban a ser una u otra cosa, según les fuera con Él. Me remangué la enagua. Intentaba que las alpargatas no se me quedaran clavadas y perdidas en el barro.
Unos arrieros, guiando una recua de mulas cargadas, se cruzaron conmigo. Me miraron de arriba abajo, cuchicheando entre ellos. ¿Alguno habría enviado a su mujer allí? Era posible, pero lo negaría hasta la muerte. Andaba lo más deprisa que me permitían mis pies; pronto amanecería y no quería cruzarme con los labriegos que llevaban la fruta y la leche recién ordeñada al pueblo a través de aquel camino que discurría con forma de serpiente, descabezada por la zanja del nuevo ferrocarril, dónde más de uno perdía pie. Aquella era la trampa. Allí te arrojaban si no dabas la talla.
Entre las mujeres de mi familia me eligieron a mí para pagar la deuda. Habíamos vendido la mula, los jamones de la matanza y casi no nos quedaba aceite ni grano para terminar el año.
Mi esposo sentado frente a la chimenea, escondiendo la cabeza entre sus asperas manos, con la vista fija en las losas del suelo, asintió. Nosotros éramos los que teníamos menos que perder, según mi comadre. Llevábamos dos años de casados, no habíamos tenido descendencia y andábamos juntos, pero cada uno agazapado en su soledad.
Aún me mantenía lozana y de todos era sabido que sólo había conocido a un varón: mi esposo y eso a Él, le complacía.
Desde que volvió de la Corte nos atenazaba con altos impuestos; Las familias al borde de la ruina y del hambre, enviaban a una de sus mujeres para que Él la gozara y quedar en paz por un tiempo. Él era la autoridad, Él tenía el poder, podía mandar a nuestros hombres a la cárcel, a la guerra, y tú solo podías ir allí y perder tu honra. Para después ser tildada de puta para el resto de tu vida o volver coja, pero siempre marcada.
Cuando llegué, me hicieron pasar a través del Jardín inmenso. Grandes árboles cobijaban infinidad de pájaros que, con sus trinos, atenuaron mi temor. El sonido del agua en las fuentes, el frescor de las sombras, el olor de las magnolias, de la higuera y la madreselva, hicieron que me calmara. Sentí que en un lugar tan bello no podría pasarme nada malo, incluso que podría morir allí con gusto. Una criada me llevó a la presencia de un hombre afrancesado, ayuda de cámara de Él, que me escudriñó de pies a cabeza. Sentí como su mirada me traspasaba y me pidió que me desnudara. Enrojecí de cólera y negué con la cabeza.

— Mejor, llévala a bañar primero. Que la dejen toda sin vello y después la examine el doctor. Cuando esté lista la lleváis a “La Alcoba con vistas al Jardín”.

Respiré aliviada, pero el alivio no duró mucho. Después de un baño asistido por dos mujeres que me restregaron con un estropajo de esparto y jabón perfumado, me untaron de aceites aromáticos tras la tortura de arrancarme todo el vello de mi cuerpo. «¡Malditos gabachos!». Después me dejaron en una sala donde un caballero de pelo gris y andar lento vino hasta mi. Miró mi boca, igual que si examinara a una yegua para vender en la feria, con sus manos regordetas, palpó mis pechos y me tendió un camisón transparente. Me pidió que me tumbara en la cama, que abriera las piernas y hundió su dedo índice en mi sexo, sin importarle mi dolor ni mi vergüenza. Se lo pasó por la nariz como si se tratara de un puro habano y después de lavarse las manos con jabón en una jofaina, salió de la habitación sin decir nada.
Lloré en silencio, encogí las rodillas y las apreté fuertemente contra mi pecho. El Jardín me mintió: allí sí me podían hacer daño, mucho daño.
Me había quedado dormida, cuando la criada entró. Me trajo una bandeja con un picatoste y un tazón de leche de cabra. Aunque me dolía el estómago vacío no quería comer, no quería estar allí.
—Anda niña, come algo, y te pones ese vestido, que el día va a ser largo. No sea que te desmayes y quita esa cara de gallina poniendo un huevo, que el señor no es tan malo como parlotean las malas lenguas.—
La miré incrédula pero un tanto aliviada. Quería, quería creerla pero no sabía lo que me esperaba y no me atrevía a preguntarle a aquella mujer corpulenta y de cara bonachona. Y comí. En mi casa apenas había bebido un tazón de malta aguado, no había para más.
La mujer, me ayudó a ponerme un vestido escotado de raso rojo, con unas enaguas de encaje, medias blancas y unos zapatitos compañeros con un lazo zapatero, guantes blancos al codo y un chal. También me acomodó el pelo en un moño y me pintó la cara. La acompañé, temblando hasta el Jardín, que de nuevo me envolvió con sus sonidos, sus olores y su belleza. El paraíso debía ser algo parecido, pensé. Lo árboles formaban un túnel, con fuentes alineadas. Al fondo un cenador con forma de tazón, y la alberca redonda con una fuente en medio rodeada de parterres. El sonido del agua jugando y saltando en las fuentes calmó mi tembladera. Cuando llegó Él y me ofreció su brazo para pasear por el Jardín, me agarré con una naturalidad que me sorprendió. Lo acompañé a la ermita contigua al Jardín y nos arrodillamos frente al altar, a un lado del pasillo cubierto por lápidas con nombres de sus antepasados. Parecía un hombre devoto y lleno de refinamiento, pero en su mirada había algo extraviado. No podía calcular su edad, suspendida en el tiempo. Puede que rondara los sesenta, pero se mantenía fuerte, ágil. De manos finas, blancas y dedos largos, se notaba que la vida lo había tratado bien.
Dejamos la ermita y me llevó a una sala dónde había una gran chimenea y una abigarrada biblioteca. Cogió un libro y me pidió que le leyera en el Jardín. Enrojecí, yo no sabía leer, así que abrí el libro por una página cualquiera y empecé a recitarle un poema que conocía: “La cautiva”.
—Sigue mujer, no calles aún.
Seguí con “La canción del pirata”. Me las sabía de memoria. Me miró sorprendido, pero no dijo nada. Mientras un pavo real hacía la rueda extendiendo sus hermosas plumas a nuestro alrededor.
Luego me empezó a encuerar pieza por pieza. Descalzó los zapatos y los olió; acarició la planta de mis pies con el mango de un látigo parecido al que usaban los cocheros; Lo puso en mis manos y quiso que lo blandiera a su lado. Yo no entendía nada. La noche anterior me acuciaron pesadillas dónde Él se precipitaba sobre mí, forzándome con brutalidad. Iba preparada para eso, no para lo que estaba ocurriendo, nunca entenderé porqué nuestra mente suele imaginar siempre lo más terrible.
Así pasamos un tiempo, dentro de la alcoba con vistas al Jardín. Me pedía hacer cosas extrañas para mí, cosas que jamás me atreveré a contar a nadie, que yo nunca hubiera podido imaginar que a un hombre le pudieran causar placer, a Él le extasiaban.
Quedé preñada. Cuando mi vientre empezó a engordar me repudió, pero me permitió quedarme hasta que nació mi niña. La tuve que abandonar cuando se destetó y Él me pidió que me marchara. Lloré, le imploré pero fué como golpearme la cabeza contra la pared, ya no le importaba nada, me miró con frialdad y me dió la espalda, eso sí con mucha finura.
Quizá fuera mejor así, me moría de celos cada vez que veía llegar a una mujer nueva, envuelta en sus harapos de campesina como una oruga y luego verla transformaba en mariposa revoloteando por la inmensidad del Jardín.
Dentro de mi hatillo metió una bolsa con monedas y ordenó que me llevaran en carruaje hasta la estación del pueblo. Sentí que no podía volver a mi antigua casa, ni mucho menos con mi esposo, al que ya nunca podría volver a mirar a la cara.
Yo ya no era yo, era una loca que buscaba una alcoba con vistas a un Jardín.
Sentada en la estación, esperé el primer tren que me llevase lejos.

viernes, 19 de junio de 2009

Poesía de Jaime Sabines



Espero curarme de ti

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte,
De beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las
Prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo,
Abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No
Es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se
Puede reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado
Sobre la tierra y se les puede prender fuego.
Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado.
Y también el silencio. Porque las mejores palabras del
Amor están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo
Del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero
Cuando digo: "qué calor hace", "dame agua",
"¿sabes manejar?", "se hizo de noche"...Entre las gentes,
a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho "ya es tarde",
y tú sabías que decía "te quiero".)

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo.
Para dártelo. Para que hagas con él lo que tú quieras:
Guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve,
Es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas.
Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio
Para entrar a un panteón.

Jaime Sabines

REGALO DE ANIVERSARIO





Erase una vez...



Clase XXXIII. El tiempo y la estructura narrativa (II)



La propuesta de la semana:



Esta semana les proponemos que lean este breve texto de Julio Cortázar titulado Página asesina:

«En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.»

Pues bien, vamos a pedirles que escriban un cuento en que se desarrolle esta historia. Por lo tanto, tendrán que elegir los personajes, el narrador, el desenlace, la focalización, el lenguaje, la persona narrativa, etc. No se preocupen por la estructura: simplemente escríbanlo como mejor les salga. El ejercicio consistirá en el análisis que hagamos nosotros mismos una vez que elijamos los cuentos para colgarlos en la página.



REGALO DE ANIVERSARIO © Loli Pérez González



Clara abrió el periódico por la página del horóscopo. Hoy la predicción, no era muy halagüeña. Se puso la pulsera del mal de ojo y echó la pata de conejo al bolso. Cada día seguía un ritual, nada más levantarse de la cama.

Quemaba incienso para ahuyentar a los malos espíritus, o ¿era para tener paz? Escondía bolsitas con sal, para la riqueza ¿o era para la salud? no, para la riqueza eran las moneditas que tiraba por detrás de los muebles y que la chica de la limpieza siempre sacaba. Se levantaba siempre con el pie derecho, no pasaba nunca, por debajo de las escaleras, barrer ya no recordaba bien si debía de ser para afuera o para adentro, así que alternaba por si acaso y todas las semanas le ponía perejil fresco a San Pancracio para que le consiguiera un buen trabajo. Aún así, no comprendía como la suerte la esquivaba, pese a todos sus esfuerzos.

Julio, su marido, se reía de ella, aunque no abiertamente, pero le fastidiaba que Clara estuviera siempre con sus supersticiones y leyendo hasta altas horas de la madrugada. Clara sentía ansiedad desde la tarde anterior, cuando encontró, por casualidad, un extraño anuncio entre los papeles de Julio sobre una librería en Escocia, donde vendían libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. El lector con sólo llegar a esa página, moría a las tres, no especificaba si de la tarde o de la madrugada.



Días atrás, Julio había hecho un pedido por Internet, y cuando recibió el paquete, lo envolvió primorosamente, y esa noche, víspera de su aniversario, se lo entregó a Clara. Él, no creía en esas supercherías. Clara desenvolvió el libro cuidadosamente, aireó las páginas, miró la contraportada, aspiró su olor, y lo abrazó contra el pecho, ilusionada como niña pequeña. Julio, rió para sus adentros y le preguntó si tenía ilustraciones.

―¡Claro que no, bobo!

Observaba decepcionado, como lo depositaba sobre la mesita de noche, y, disimulando, ojeaba la última página del “Marca”. Ella le dio las gracias besándole en la mejilla y él la miró de soslayo, con una mueca de desencanto, como disculpándose por el regalo que le acababa de hacer.

Por la mañana a Clara le sorprendió la forma en que le atraía el libro, como un imán. Veía sus lomos de piel marrón, sus letras doradas, parecía susurrarle: “tómame, ábreme, léeme, te estoy esperando....”, así que aunque era temprano para dedicarse a leer, no pudo ignorarlo más y lo abrió: -Sólo unas páginas, no más, y después me pongo con las tareas ―se dijo― Antes de las once y media, tocaron al timbre insistentemente. Colocó el libro abierto bocabajo, sobre el brazo del sofá y fue a abrir la puerta, fastidiada por la interrupción.

La suegra apareció detrás de la puerta con la nariz arrugada, como una metralleta empezó a disparar:

―¿Qué has hecho de comer, verdura otra vez? Los hombres necesitan comidas más nutritivas, ¿es que no ves como están esos rincones?, tienes que echarle lejía, te va a comer la mugre. Traigo la boca seca ¿tienes un zumo?

―No, sólo hay agua fresca, como usted ―dijo por lo bajini Clara.

―Seguro que estáis ya sin un duro y eso que no hemos pasado ni del día veinte y por la nevera te pueden correr los ratones, hija…

Clara no comprendía cómo la vieja bruja podía hablar tanto, sin pararse a respirar siquiera… ―Si no fuera por el pacto de “tunoledicesnadalamía”, “niyoalatuyatampoco” ―que tenía con Julio, le iba a decir cuatro cosas.

―Yo con tu edad ya tenía ya a mi hijo criado, trabajaba y mantenía mi casa como un jaspe, yo solita, con estas manos” mientras las levantaba al aire y las giraba a ambos lados. “Por cierto, he visto a tu hermano, menudo cuajo tiene, debe ser cosa de familia, ¡así como le va a ir el negocio!”

Llegada a este punto, Clara fue hacia el baño y se llamó a sí misma desde el móvil.

Volvió evitando pasar por la cocina, para no coger el cuchillo jamonero.

Se disculpó y salió de la casa a toda prisa antes de que sus instintos asesinos le hicieran cometer un suegricidio

La buena mujer se quedó esperando al hijo, sentada en el sofá frente a la tele, con las manos cruzadas sobre el vientre, girando los pulgares vertiginosamente, con gesto de hastío.

Clara no cogió el coche, pensaba que si conducía en ese momento podría estrellarse. El corazón le latía acelerado y una mano invisible le oprimía la garganta, a paso rápido se dirigió hacia la playa. Si respiraba profundo, cerraba los ojos y escuchaba el susurro de las olas, seguro que se serenaba.

Miró el reloj, solo eran las doce y media. El camino a la playa solo tenía un único inconveniente, desembocaba en una calle estrecha, de casitas de pescadores y había una, más hundida que las demás, vieja, desconchada y con el tejado lleno de hierbas secas, que siempre intentaba evitar. El número trece sobre el quicio de la puerta desvencijada y un gato negro, sentado sobre las patas traseras, escoltando la única ventana enrejada que se abría desde la oscuridad.

Quiso cambiar de acera con un movimiento rápido pero una moto se le vino encima y la tiró al suelo. El motorista, la moto y ella y formaron un batiburrillo.

Se levantaron sacudiéndose la ropa, el chico parecía estar bien y mientras incorporaba la moto y la arrancaba de nuevo gritaba:

―¡Es que no tienes ojos en la cara! ¿No te enseñaron a mirar a los lados antes de cruzar? ¡Si me llegas a romper la moto, me la pagas!, ¡Y si te has hecho daño, la culpa es tuya!” ―dicho esto, dio varios acelerones y desapareció.

Llegó a la playa, le dolía el tobillo, se quitó el calcetín y la zapatilla e intentó andar por la orilla mientras las olas le refrescaban los pies. Apenas había caminado cuatro pasos, cuando le falló la pierna y cayó de bruces en la arena.

―¡Dita-Sea!”se le estaba inflamando el tobillo, así que se metió el calcetín e intentó calzarse y salir de la arena, sacudiéndose con rabia, mientras se dirigía hacia el Centro de Salud. Allí la retuvieron varias horas, mientras le hacían una radiografía. Había mucho movimiento, incluso se marchó el médico con la ambulancia y ella quedó, sola, en la consulta, con su pierna estirada y vendada.

Había perdido el teléfono móvil, así que decidió irse despacio para su casa. Ya faltaba poco para las cuatro de la tarde.

Cuando enfiló su calle, desde lejos le pareció que la ambulancia estaba parada muy cerca de la entrada de su casa, con la luz giratoria funcionando. Un policía municipal, apartaba a los curiosos que se acercaban a husmear. Aceleró como pudo el paso cojeando, y llegó con la espiración entrecortada y dolorida por el esfuerzo.

En ese momento sacaban a la suegra, tendida en una camilla, pálida y con las manos en forma de garra sobre el pecho. Julio blanco, parecía desmayado sobre un sillón, mientras el médico intentaba reanimarlo.

Clara miró al suelo: el libro estaba abierto, curiosamente con una página en blanco hacia arriba.



Fin

El niño del reloj




Erase una vez...

CLASE XXXI, El tiempo en la ficción II

La propuesta de la semana:

Nuevamente vamos a intentar desbaratar el tiempo en nuestra narración, y en esta ocasión lo haremos contando la historia de un paciente amnésico que intenta ordenar sus recuerdos en la consulta del psiquiatra. Obviamente encontraremos zonas vacías y un importante desorden temporal, pero el objetivo es que finalmente podamos reconstruir la sucesión de acontecimientos que el personaje va narrando.


El niño del reloj
© Loli Pérez González

Apenas amanecía, dos empleados de mantenimiento de playas la encontraron ovillada en la arena; con las rodillas encogidas sobre el pecho, los ojos muy abiertos, sin expresión alguna. Como única identificación, alrededor del cuello un cordón negro con unas letras plateadas, LAURA.
Pronto llegó la policía, y los curiosos que andaban por la mañana se arremolinaron alrededor, nadie la conocía, no tardó la ambulancia, la tumbaron sobre una camilla y la llevaron al hospital. La reconocieron concienzudamente, ojos, oídos, garganta, genitales y demás, le hicieron unos análisis; Parecía estar bien, después de ducharse y ponerle un camisón azul, arrugado e impúdico, le pincharon un suero al brazo y cerró los ojos recostada en la cama articulada.
Cuando se quedó sola, empezó a recordar su visita a la consulta del psiquiatra. La recibió una enfermera con cara de alcachofa, le hizo esperar un ratito en una sala, sentada en el sofá de poli-piel marrón hundido, frente a la mesita de mármol con las revistas de suplementos de periódicos atrasados. En las paredes láminas enmarcadas de Van Gogh. Estaba absorta en la lectura de un artículo, cuando la voz ronca de la enfermera la sobresaltó:
-Puede pasar ya-.
El doctor, de pelo gris y barba bien recortada, las mini-gafas en la punta de la nariz, la miró por encima de los lentes, la invito a tumbarse en el sofá, empezó a hablarle con su voz suave, como de locutor nocturno de radio: -Empecemos, ¿de qué le apetece hablarme? ¿qué recuerdo es el más antiguo de su infancia?-
-No sabría decirle...Umm...no logro recordar nada claro.
-A ver pasemos a su juventud, ¿tiene algún recuerdo, donde estudió, sus amigos? -Umm..., nada hay como una nube que no me deja ver nada-.
-¿Cual es el recuerdo que más le ha afectado últimamente?-
-La víspera de San Juan, recibí una carta, venía certificada y tuve que firmarle una cartulina rosa al cartero, dentro una foto antigua y una nota escueta...
-Continúe... ¿de quién era la carta?
En esos pensamientos estaba, cuando se abrió la puerta de la habitación. Era él; alto, bien parecido y con mirada penetrante. Laura entornó los ojos para dibujar mejor su imagen, -¿Por qué pones esa cara?, ¿no me reconoces?, soy tu marido.- Ella lo observó con expresión incrédula, como si fuera un completo desconocido, - no te conozco -fingió.
-Llevamos cinco años casados, amorcito, nos conocemos desde el colegio, tú estabas colgada por mí, hasta hace unos días, que desapareciste misteriosamente.-
-¿Tengo familia aquí o amigas?-
-Bueno lo dejaste todo, trabajo, amigas, familia, para venirte a vivir conmigo a esta ciudad, después has tenido amistades pasajeras..
.--Qué ilusa, ¿de verdad hice yo todo eso, que dices, por tí?-;
-Sí, de hecho, estabas muy enamorada...-
-Pues ahora, es como si fueras un extraño y no te conociera de nada.-
-¿Qué recuerdas exactamente, de lo que te ha pasado?-
-Lo que le he dicho a la policía, que salí de casa, y al cruzar el semáforo unos hombres de aspecto siniestro me metieron en un coche, y después desperté en la playa, no recuerdo más.
-Pero esos hombres ¿te hicieron algo?
-No lo sé, no recuerdo el tiempo que me retuvieron, ni donde me llevaron, solo su olor fuerte a cuero, supongo que me narcotizarían ¡yo qué se!-
-No te preocupes, ya todo pasó, ahora te recuperarás y volveremos a casa.-
A Laura, algo en su interior le decía que no debía regresar a ninguna parte con él.
-No recuerdo en qué trabajas, ¿por qué lo dejáramos todo y nos vinimos aquí? -Soy enfermero del psiquiátrico de Los Ángeles Custodios, nos trasladamos aquí cuando conseguí una plaza y tú estuviste ingresada por amnesia, yo te cuidé todo el tiempo.
- Ahora mira fijamente a este reloj, relájate, así…, cierra los ojos, respira hondo, te vas a encontrar muy bien, vamos a iniciar un viaje al pasado. A ver, tienes siete años, ¿qué haces?-
-Mi abuelo me ha hecho un columpio y me mece en él, mientras mi abuela me canta una canción: “Ya vienen las monjas, cargaditas de toronjas, ya viene una, ya vienen dos...
- Vale, deja ese recuerdo, ahora tienes catorce años, estás en el colegio:
- Hay un niño que me persigue y quiere ser mi novio, yo no quiero, es guapo pero malo, me enseña un reloj, y me dice que lo mire, pero yo le doy un puntapié.-
-Vamos a los dieciséis, estás en el instituto, ¿con quién estás?-
-Tengo una amiga, y juntas nos reímos mucho, el niño del reloj no deja de mirarnos, parece enfadado, pero a nosotras, sólo de mirar su cara, no podemos parar de reír.-
-Ahora tienes veinte años, ¿qué haces?
- Mi amiga no ha venido hoy, pero el niño del reloj es ya un muchacho y me sigue mirando muy fijo, y me pide que mire a su reloj con cadena, dice que sabe un juego muy divertido. El niño del reloj me lleva a dar un paseo, cuando volvemos no recuerdo nada. Desde que hemos jugado con su reloj no le tengo miedo, dice que es mi novio y a mi me gusta.-
-Cuando yo cuente hasta tres, despertarás, no recordarás nada sobre el niño del reloj, sólo a tu apuesto marido, del que estás totalmente enamorada, y querrás irte a casa con él.
-¡Qué cabrón, hijo de puta!, este cree que puede tenerme toda la vida hipnotizada-, pensó para sus adentros, siguiéndole el juego.- -¡Un, dos, tres, despiertate ya!…
Y abrió los ojos, fingiendo no saber nada, le costó mantener la cara de pazguata, mientras pensaba: - El capullo este, no dejará nunca de intentarlo, espero que no se de cuenta de que ya no le funciona el truquito del reloj.-
Laura siguió sus instrucciones, le pidió que le trajera ropa de casa, los vaqueros, unos tenis, la camiseta rosa y ropa interior.
Cuando él salió de la habitación, entró su amiga, la chica de la foto antigua y le preguntó por qué no había pedido ayuda -¿es que estás hipnotizada de nuevo?-
-No, desde que fui al psiquiatra que me indicabas en tu carta, ya sé como evitarlo.- ¿Estás completamente segura, eres consciente de lo que has pasado?-
-No quiero recordarlo, fue la respuesta a todo; cuando empezó la sesión y no podía recordar nada de mi pasado, entonces le enseñé tu carta y la foto que nos hicimos con él . El día antes de que me fuera con él, todo encajó. El doctor me ha dicho como evitar sus hipnosis, pero hay algo que tengo que hacer.
-No tenemos mucho tiempo, pronto volverá, y no sabes si te vas a poder librar de él.Te he traído algo de ropa, debemos marcharnos antes de que vuelva.-
-No voy a huir, ya no podrá conmigo, además conseguí unos polvitos que quiero que pruebe con su whisky, nada más lleguemos a casa, quiero ver como le sienta su propia medicina.
-Creo que estás loca, o que te quedaste enganchada de él.-
-Puede ser, o tal vez, solo quiera jugar un poquito más, con el niño del reloj.-

miércoles, 10 de junio de 2009

Sonetos del amor oscuro El amor duerme en el pecho del poeta de Federico García Lorca




Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.

Norma que agita igual carne y lucero
traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.

Grupo de gente salta en los jardines
esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.

Pero sigue durmiendo, vida mía.
¡Oye mi sangre rota en los violines!
¡Mira que nos acechan todavía!

La escuela rural





La escuela Rural
 
                                                                    © Loli Pérez González

Cuando llegué a aquella escuela rural sólo tenía siete años. El primer día fue raro. Lo primero que vi fue un niño tirado de bruces en el suelo. Le habían empujado los mayores. Se levantó sacudiéndose el pantalón y limpiándose los mocos en la manga del jersey.
─¿Es que tengo moscas en la jeta? nos espetó mientras lanzaba un escupitajo a nuestros pies, mirándonos farruco ¿Estáis alelaos, o qué?
Nos largó cuando vio la cara de pazguatos que poníamos mi hermano y yo.
Para llegar hasta la escuela teníamos que recorrer un buen trecho, por una vereda que iba serpenteando junto a una acequia dónde saltaban y croaban pandillas de ranas verdosas. Íbamos brincando y a nuestro paso ahuyentamos culebras y lagartijas entre los hierbajos pinchudos y amarillos que había a los lados,  y  las chicharras que se preparaban a dar su concierto de verano.
En lo alto de una cuesta, como corona de tarta, estaba la escuela. Se erigía en una sola planta, con ventanales alargadas sin rejas y la puerta a un lado. A lo lejos, parecía una casa con cara de circunstancias. Dentro del pequeño patio había un arriate seco,  que rodeaban la verja de entrada.
El maestro daba lección a los cuatro cursos, organizados por filas de pupitres en horizontal, en primera línea Primero, después Segundo, otra fila para Tercero, y a un lado un grupo de cuatro pupitres que ocupaban “los tres mosqueteros” que eran los mayores, de Cuarto.
No había más de cinco niños por cada curso, pelicortos y de caras tostadas que a veces se sentaba de media anqueta en sus asientos. De mi edad solo estaba la que sería mi compañera de aventuras y dos niños más, a uno de ellos tenía el mote de "El Libélula" muy listo y el otro,  muy noble y bueno lo  apodaban “El romano”.
Sobre las paredes de la clase colgaba una lámina grande del mapa político de España, de colores rojo y amarillo, muy vivos. Con grandes letras negras, los nombres de regiones y provincias; Las Canarias en un cuadrito sobre el Océano Atlántico. Si le dabas la vuelta al mapa, se podían ver las montañas y los ríos, y alguien había remarcado con bolígrafo azul el río Genil y pintado un sol tras el Veleta. Sobre la pizarra, un crucifijo y una foto de Franco, igualito al de los sellos de correos de entonces. En la esquina del fondo, hibernaba el alumno perenne: el esqueleto “Pepeluí”. Me daba  miedo, porque los mayores decían que era de un maestro que no se quiso jubilar. Le habían colocado un cigarro de papel entre los dientes, un sombrero de paja volcado hacia adelante y una de las manos enganchada a las costillas sobre la cintura. 
Cuando el maestro estaba de espaldas escribiendo con tiza las cuentas en la pizarra negra, alguno de los niños disparaba con un canuto un hueso de almencina o una bolilla de papel mascado directa al cogote de otro compañero. ¡Yo no fui, ha sido “Pepeluí”! se defendía el culpable y nadie replicaba, ante la mirada sin ojos y la sonrisa muda del esqueleto que parecía otorgar con su silencio.
La pizarra, al lado de la puerta, hacía esquina con “el rincón de los castigados”. Allí iban desterrados los que se portaban mal, de pie contra la pared o de rodillas y si eran muy malos con los brazos en cruz y libros sobre las palmas de las manos, aunque en realidad nunca nos castigaron así, todo lo más si hablábamos mucho de cara a la pared o copiando veinte veces "En clase no se habla" o lo que quiera que hiciéramos que no deberíamos, el maestro nos hacía copiar la frase hasta que se nos dormía la mano.  
Los pupitres eran de madera oscura, de dos plazas, con el tablero inclinado y abatible, bajo el cual, guardábamos los libros y el bocadillo de chorizo con manteca colorá que marcaba libros y cuadernos con redondeles anaranjados y olor a pimentón. 
La mesa del maestro mostraba las cuatro patas y escondía dos cajones. Descansaban desafiantes sobre ella: unas tijeras con un agujero más grande que el otro, un sacapuntas metálico color plata, unas gomas con las esquinas redondeadas, varios lápices con rayas amarillas y negras, tres bolígrafos Bic, rojo, negro y azul, un paquete de tizas empezado sobre un polvillo blanco a modo de talco que cubría la mesa. Sin olvidar “la regla de madera” con la que el maestro zurraba sobre la mesa cuando alborotábamos mucho, haciendo saltar las motas de tiza bailando un “cha,cha,cha” en la pista improvisada por un rayo de sol. Entonces, si te soliviantabas, el maestro podía tirarte de las orejas, darte una colleja o con la regla sobre la palma de la mano, y si  retirabas la mano, añadía una propina y si nos quejábamos a nuestros padres ellos respondían tranquilamente: algo habréis hecho.
Cuando llegaba la hora del recreo, el maestro nos dejaba la llave del servicio a las cuatro niñas. Un día escuchamos murmullos fuera. “Los tres mosqueteros” nos habían echado una serpiente medio viva por la ventana del baño. Salimos corriendo y gritando y nos dejamos la llave dentro del servicio. El maestro intentó castigar a “los tres mosqueteros”, que aparte de este apodo grupal, tenían cada uno el suyo propio: “El garbanzo” regordete y bajito, “El negro” de pelo oscuro y lacio y “El firra”, al que no sé porque llamaban así, pero era el cabecilla. Aquel día, se escaparon por las ventanas huyendo de la regla al maestro y no volvieron por clase en lo que quedaba de curso, aunque imagino que sería  final de curso.
Allí todos teníamos un mote. A mí me pusieron "la pitusa" y aunque me lo decían para chincharme, me daba igual porque lo cantaban en un anuncio de la tele y era de una gaseosa muy rica. Pero al  “grillo” que era un niño tímido, alto blancuzco y con pecas, los mayores le cantaban “grigrigirigri” hasta que lo hacían llorar o salir corriendo.  A mí me daba pena, aunque allí nadie se salvaba de las bromas ni del mote. Al que le habían pegado el primer día "El Libélula” se metían con él porque su padre tenía sus ideas propias, diferentes a la mayoría de los padres,  y no lo había bautizado. Aunque era un poco canijo para su edad, para pegarle se tenían que juntar unos pocos.
En los recreos, una vez libres del azote de los tres mosqueteros, jugábamos a fútbol. Para poder formar dos equipos teníamos que participar varios cursos, incluso las niñas y los pequeños. Una era que había detrás de la escuela hacía de campo de fútbol. Hacíamos las porterías con dos peñascos, contando veinte pasos entre uno y otro, y cuarenta pasos para indicar el medio del campo, donde “El libélula” hacía una raya con el filo una piedra de yeso sobre la tierra apisonada. Los dos capitanes elegían a los miembros de cada equipo, contaban un paso cada uno y el primero que llegaba a tope, elegía jugador. A los de Primero los dejaban de porteros pero como se aburrían, se iban a jugar a otra cosa y dejaban la portería sola, para cabreo de los mayores. También jugábamos al “Pañuelo” cuando tocaba gimnasia. El maestro lo sujetaba por un pico e iba diciendo números y ganaba el equipo que más veces y más rápido retiraba el pañuelo. Los días que los niños no nos dejaban jugar a fútbol,  las niñas dibujábamos una rayuela sobre el patio de la escuela, pero la Inma siempre quería jugar ella la primera y cuando perdía borraba la rayuela y nos tiraba el tejo a los hierbajos. Entonces nos íbamos a explorar por la orilla del río o a coger alguna fruta a los huertos cercanos.
En la escuela conocí al niño más guapo del mundo. Le apodaban “El mocos” y solía tirar el lápiz al suelo para recogerlo y de paso mirar las bragas de las niñas. Después cuando terminaba la clase, iba corriendo a su casa, cogía su bici y se empeñaba en acompañarnos para llevarme la maleta a casa. Aunque le decía que no hacía falta y que podía sola, se empeñaba,  y a mí me daba mucha vergüenza de que mi padre lo viera y me regañara.
Mi compañera de aventuras sabía muchas cosas. Ella fue quien me dijo que los reyes magos eran los padres, y que a los niños no los traía la cigüeña de París, como me había dicho mi madre, sino que los parían las mujeres. Yo eso no lo veía muy claro, porque ¿cómo podía salir un bebé de dentro de su madre?
─¿Pos cómo va a ser tonta? Igualico que paren las cabras ¡por el culo!
Cuando le pregunté a mi madre si aquello era verdad le cambió el color y me dijo que no me juntase con aquella niña.  ¡Pero, si era la única niña  de mi curso! y además me lo pasaba muy bien con ella, aunque fuera andando por el filo de la acequia, buscando alcaparrones o hierba para los conejos. Y como ella tenía hermanos mayores lo sabía todo y me lo contaba con detalles. Fue ella la que me explicó que si los padres dormían muy juntos las mamas se preñaban y se les ponía la barriga muy gorda. Pero esto ya no se lo conté a mi madre. Desde entonces cuándo quería saber algo, se lo preguntaba a ella y no le decía nada a los mayores cuando me decían alguna trola para niñas pequeñas.
Los niños se fueron haciendo mayores hasta que ya no quedaron para llenar la escuela. Plantaron chalets con piscinas, enmudecieron las ranas, desaparecieron las culebras y las lagartijas. Olvidamos hasta nuestros motes,  aunque creo que nunca podremos olvidar los días que pasamos en aquella escuela. 
Hace poco la vendieron como alojamiento rural y desde lo alto de la tarta me mira cuando paso con su cara de circunstancias.


lunes, 8 de junio de 2009


Erase una vez...
Ayer descubrí un nuevo autor: José María Guil.
Su libro: "Cavernas de la soledad y la muerte":

Un ser que se aleja por primera vez de su caverna, un hombre solo que lucha ante la situación más inexplicable, dos soldados que se encuentran perdidos en la selva. Tres relatos inolvidables que tratan la soledad y la muerte a través de personajes en contacto con la Naturaleza, enfrentados a sus propios miedos y al encuentro de los misterios más profundos de su existencia. En juego: la supervivencia, la guerra con los elementos, pero también contra ellos mismos.

En el aire las tres preguntas fundamentales:
¿De dónde venimos?
¿A dónde vamos?
¿Cuánto tiempo nos queda?

Aparte de una presentación muy cuidada, una portada sugerente, lo mejor está en su interior, la manera en que nos cuenta, su forma de narrar, con un lenguaje muy cuidado, casi poético.
Os recomiendo su lectura.

miércoles, 3 de junio de 2009

Devórame otra vez




Erase una vez...



“Devórame otra vez"© Loli Pérez González


Carlos tocaba en un local sus días libres. Era un médico con alma de artista. Su padre lo había obligado a estudiar medicina.
―Para que tengas un buen futuro, hijo mío, los músicos se mueren de hambre y solo alcanzan la fama después de muertos ―le repetía, cada vez que Carlos protestaba por las dificultades de la carrera.

Marta lo acompañaba, estampaba un sello verde, con forma de estrella, en el dorso de la mano, a los que pagaban los cinco euros de la entrada. Embutida en su falda, con el pelo rubio y largo, cogido en una cola y la camiseta negra, pegada como una segunda piel, se movía como una corriente de agua por una senda tortuosa, sobre sus tacones de aguja.
Ayudaba a servir copas y escuchaba la música, sonreía de vez en cuando para Carlos. A veces, fijaba su mirada en un punto lejano: “la imagen de la huida de su casa, con Oscar, los dos juntos como si fueran adolescentes, escondiendo las maletas y las mochilas:
―¡Rápido al taxi!
Quiso quemar el último cartucho que le quedaba al borde de la menopausia, se fugó de una vida rutinaria, cómoda, de la indiferencia de un marido infiel.
Reía con Oscar imaginandolo la hora de la cena, sentado frente la tele, esperando de brazos cruzados que ella llegase, para hacer su papel de asistenta sumisa.

―¡Que aprenda ya es hora...!

Retiró del banco los ahorros de su fondo de pensiones, cualquier cosa le parecía poco, insuficiente comparado con lo que sentía por Oscar. Le había dado muy fuerte, se sentía rescatada de su soledad encubierta.

Lo conoció en el Conservatorio. Ambos compartían la afición por la música. Una pasión nueva, ávida, la hizo revivir por dentro. Cuando él le dijo que se iba a París no se lo pensó, hizo la maleta y se marcharon juntos.
Madrid, París, toda una aventura para ella que hasta entonces había llevado una vida sin ningún interés. Fueron los días más intensos y enardecidos de su vida. Hasta que se les acabó su dinero y llegó la penuria. Pidiendo un euro a los viajeros en las estaciones, en la puerta de los supermercados o tocando en la calle y recogiendo las limosnas en la funda del violín de Oscar. Apenas sacaban para un cartón de vino y unos bocadillos.
Nunca les llegaba para el billete de vuelta a Madrid.

Hasta que un día él fingiendo apuro, le rogó que hiciera unas mamadas a unos tipos que la miraban babeando.
―Ya lo hablé con ellos, así conseguimos la pasta para volver a Madrid.
―¿Cómo pudo pedirme aquello? ¿Por qué no lo mandé al carajo aquel mismo día? ―se preguntaba cada vez que el recuerdo paseaba por su cabeza. Fue asqueroso, uno y después otro. El sabor del semen en la boca, las arcadas... El segundo la cogió de la nuca y le sujetó la cabeza sobre su miembro y ella le vomitó encima. El tipo la derribó de una bofetada y le partió el labio. Ella consiguió darle una patada en la entrepierna. Oscar lo empujó, pero cuando el tipo lo derribó, se quedó en el suelo, asustado sin hacer nada, mientras la pateaba.

No quería recordar aquél día, ni tampoco, el día en que la dejó abandonada. Ya estaban en Madrid y los recuerdos, venían como convidados sin invitación a su mente.

Su vida anterior, siempre estaba ahí, atenazándola. El olor del café por las mañanas recién hecho, un geranio rojo en una ventana, le recordaba su casa, una pareja caminando distante, le hacían volver a sentir la náusea, el dolor.

Carlos le decía que tuviera paciencia, que el tiempo todo lo cura, pero ella sabía que lo suyo, no tenía remedio ni cura.
La vida con su familia, era como si se hubiera disuelto en el tiempo, después de tomarse las pastillas.
El día anterior, había llamado a su casa:
-Tú ¿qué quieres? No te voy a dar dinero, ¿para qué llamas?, aquí no te queremos, ¡zorra! no se te ocurra venir, ni volver a llamar, para nosotros estás muerta ¿te enteras? ―fueron las palabras tajantes de su marido, antes de colgar el auricular.

De los días de convalecencia en el hospital fue resurgiendo una mujer nueva, de sus propios escombros. Carlos le regaló un mp3, con canciones grabadas de su repertorio, escucharlas fue el mejor bálsamo.
Él había llegado a la madurez soltero, no sabía explicar si por timidez o pereza, o por no abandonar a sus padres, que siempre lo habían mimado y consentido, excepto en su pasión por la música.
Era un buen médico, aunque no mostraba simpatía alguna para con sus pacientes.

Las guardias en el hospital se le hacían interminables. El día que vió a Marta, desvalida en aqulla habitación, se rascó la cabeza y desviando la mirada para un rincón le preguntó apurado: ―¿Tú eres la niña que vivía en la calle Esperanto, ¿Martita la del 5º? ―rieron y lloraron, a la vez, se abrazaron, recordando que ella siempre bailaba para él, cuando eran sólo dos niños vecinos del mismo edificio y él practicaba con su teclado electrónico. Desde ese día, una luz se prendió en la mirada de Carlos.

Esa noche había más gente en el local que de costumbre, Marta no se percató en un principio, pero ese maldito olor a perfume barato, que no lograba sacarse de encima era el que le había traído todos esos recuerdos.
Una bomba estalló en su interior, cuando escuchó su voz, era Oscar. Venía agarrado de la cintura de una mujer de mirada triste, que le sonreía con la boca floja. Sus ojos se encontraron un segundo y cada uno sintió como un puñetazo en el estómago, aún así intentaron disimular, hacer como si no se conocieran.
―¡Dios por qué me lo traes otra vez! ―murmuró Marta mirando al techo.
Marta no quería que Carlos lo viera, que supiera, que descubriera esa parte de su pasado que ella no le contó, pero que él sospechaba. No quería darle más explicaciones, no quería hacerle sufrir ni un gramo más de lo indispensable.

Oscar había cambiado de aspecto, parecía que le iba bien la vida; un buen corte de pelo, engominado hacia atrás, se había dejado la perilla, bien vestido, zapatos de marca, un persing en la oreja y esos ojos...

Cuando se le acabara la cuerda de esta, saltaría a la comba de otra. Ahora había encontrado un buen filón. Paraba en una pensión y se había enrollado con Rita, la dueña. Una viudarelativamente joven, de grandes ancas y delantera profusa, que antes de llegar él pasaba sus días abrazada a una botella de aguardiente.
Oscar temía que aquella malnacida, pudiera estropearle su bicoca actual. Pero ya estaba allí, había pagado las entradas y los cubatas. Encendió un cigarrillo y le tembló el pulso. Una cosa tenía clara, él no era ningún delincuente, no le podían acusar de nada.
”El viejo los había cobijado, a cambio de mirar, de ver a Marta desnuda, pero luego quiso más, y ella con su mal genio lo estropeó todo ―como siempre― golpeó al viejo con un zapato y este los echó de la casa.”

Rita lo notó nervioso, lo asió por el cuello y le preguntó melosa qué le ocurría. Quería bailar, bien agarrada, sentir los brazos fuertes al rededor de su cintura, que la apretase contra él, que la hiciera sentir mujer como sólo él sabía.

Mientras Carlos terminaba la canción: “Devorame otra vez”...

―¿Debo ponerme celosa por esa flaquita, mi amor? ―le dijo acariciándole la oreja y mirándo hacia Marta.

―¿Como puedes pensar eso si tú eres mi reina? ―le susurró en la oreja dándole un mordisquito.

A Marta la siguen golpeando las imágenes: ”Durante días habían deambulado de un lugar a otro, pidiendo, durmiendo en los cajeros, en los parques. Agotados decidieron volver a la casa del viejo, hacer un trato con él. Pero al llegar, encontraron todos los enseres de la casa amontonados junto a un contenedor. Una vecina vestida con una bata y zapatillas de andar por casa y pelo canoso, les dijo al verlos contrariados:
―Lo encontraron muerto hace tres días, los familiares que nunca lo visitaban vinieron ayer y anteayer también. Pusieron la casa patas arriba, buscando dinero. Se llevaron lo poco valioso que encontraron, pero el dinero no apareció, ¡A saber en qué se lo gastaba ese granuja!
Hoy vinieron con los de la inmobiliaria y lo han tirado todo, para vender la casa rápido y poder repartirse el dinerito. Lo que tiene una que ver en esta vida, ¡Señor, señor! ―repetía mientras se daba la vuelta y entraba de nuevo en su casa.
Marta cogió una lata antigua de Cola-cao mohosa, blanca con motivos japoneses, parecida a una que tenía en su casa. Estaba llena de medicamentos. Se guardó una caja de Valium, y otra de Paracetamol en el bolsillo del vaquero. Encontró un fajo de billetes enrollados en el interior del envase del Flumicil.
Oscar le dejó unos cuantos billetes de veinte, se llevó el resto y le dijo que lo esperara por allí cerca, que iba a pillar algo para darse un homenaje. Marta lo esperó durante días, dormía en un banco del parque, desaseada y hambrienta.
Hasta que una noche,incapaz de esperar más, mezcló muchas pastillas, se las tomó una a una con agua de la fuente, que sabía a lejía y le daba arcadas.

―Maldito, maldito, casi me muero y ahora aparece de nuevo, cogido a esa mamona de mierda.

―¡Va por ti mi rubia! ―oye la canción que Carlos, le dedica, la última. Ella siempre baila para él: “Ojalá que llueva café allá en la habana” ―¡Esas caderas, mi niña!― "¡Ojalaa!..."
Y ella, cierra los ojos, mueve las caderas y se deja llevar por la música.

Mientras Oscar abraza a Rita, le coge el culo, la besa en el cuello y vigila con los ojos entrecerrados los movimientos de Marta.

Carlos hace un descanso, viene hacia ella y la abraza. La nota tensa.
―¿Qué te pasa mi amor, no te gustó la canción?

―No, es solo que me duele la cabeza ¿No tendrás por ahí, algo bien fuerte para el dolor?

Y ve como se marcha Oscar con su pareja y la mira, y ella le hace un corte de manga, mientras agoniza de celos, deseando con todo su alma estar en la piel de Rita.